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Una jeringa con restos de sangre sobre la hierba del parque, líquido que hierve en una cuchara sobre la llama de un mechero; caras huesu­das y consumidas, venas maltrata­das y mal cicatrizadas, un cinturón comprime un brazo… son ejemplos de fotografías dramatizadas que adornan las noticias acerca de la epidemia de opiáceos en Estados Unidos.

Lo cierto es que a la realidad no hace falta dramatizarla, los datos que se están manejando asombran más que cualquier fotografía.

La lógica primera pregunta: ¿cómo se ha llegado a este punto? Todas las fuentes inciden en la misma cascada de acontecimien­tos. Resumo -y mucho- los hechos que nos cuentan: Sanidad estadounidense, pri­vada y basada en compañías de seguros. Dolores de todo tipo tra­tados por el camino más corto: ni fisioterapia, ni rehabilitación, ni se­guimiento ni ninguna otra alterna­tiva (todas muy costosas para la compañía). Es mucho más barato “arreglarlo” con analgésicos po­tentes. Atajo terapéutico, uso de opiáceos a discreción, millones de recetas en la calle, cultura de la analgesia inmediata, ahorro de costes. Suma y sigue. Más deri­vados opiáceos, laboratorios in­virtiendo, el sempiterno (y legal) ejército de comerciales revolotean­do alrededor de los prescriptores, publicidad (también legal), sensa­ción de “no hay dolor que pueda pararte”, población aumentando su tolerancia. Paralelamente llega una crisis de dimensiones épicas, caen los recursos económicos, sin dinero no hay seguro ni recetas de opiáceos. Poco dinero, mucha dependencia. La bestia despierta y exige su canon. Toca buscar en la calle lo que ya no se consigue en la farmacia. El negocio callejero huele su oportunidad, temporada alta de opiáceos todo el año, he­roína, se vende, se corta, entra en escena el fentanilo, barato, brutal si no se dosifica bien, sobredosis anónimas, sobredosis de famosos, nadie se libra, ya no es cuestión de dinero. El problema afecta a mu­chos. Muchísimos. Demasiados. Epidemia de opiáceos.

Para hacernos una idea del ori­gen del problema basta un dato: se estima que cuatro de cada cinco adictos a la heroína lo fueron antes a los opiáceos con receta. Si esta fra­se, que aparece en varios artículos con fuentes diferentes, es cierta – y aunque la cifra no sea correcta, con 2 basta- estamos ante un drama de dimensiones desconocidas. Un dra­ma que seguramente estuvo larvado durante años y que ha explotado cuando las listas de muertes ya no podían ser ignoradas. Un drama por encima de clases sociales.

Como en todo caso de abuso de sustancias, sean las que sean, aparecen los 3 ingredientes sobre los que pivota el drama: la falta de información, la adulteración y el cul­pable.

Cuesta trabajo tratar de dilucidar ahora como tantos millones de re­cetas, todas legales, fueron puestas en circulación. Lejos de cuestionar a profesionales, me inclino por la pre­sión del sistema, la exposición de los prescriptores a sus compañías o a que no se quiso ver el problema sanitario por parte de las autorida­des hasta que fue demasiado tarde. En cualquier caso es evidente que hubo falta de información. O faltó o se miró hacia otro lado, que es la peor versión de la falta.

La adulteración. Sabemos de las sucesivas adulteraciones (cor­tes) que se producen en la cadena de distribución ilegal para aumentar ganancias, cortes que rebajan la concentración de la sustancia de­jando muchas veces el resultado fi­nal con una riqueza ínfima. También sabemos que estas fluctuaciones de la riqueza en las diferentes partidas pueden originar sobredosis en con­sumidores por pureza de más, por falta de corte. Este hecho toma una nueva dimensión cuando el fentani-lo entra en escena: 50 veces más potente y mucho más barato de de producir. Tal es su potencia que con cualquier error en el corte se deja al consumidor -acostumbrado a la he­roína- sucumbiendo a la fuerza del fentanilo, el cual es el causante de todo un rosario de sobredosis acci­dentales con el triste resultado de muerte en muchos casos, demasia­dos. Y no es el fentanilo la sustancia más potente de las que campean por la calle.

El culpable: cuando hay proble­mas por el uso masivo e indiscrimi­nado de cualquier sustancia, siem­pre hay un culpable y en este caso las demandas apuntan hacia un Laboratorio concreto. Si hay algo que no falla es que la culpa siem­pre va hacia la sustancia y hacia quien la fabrica o suministra. Este laboratorio desplegó sus alas en la clase médica buscando su posición en el mercado. No sé si se saltó las normas, si “compró” a muchos mé­dicos, o si hizo algo más que las prácticas habituales de cualquier laboratorio en cuanto a marqueting (que si aquí a veces escandalizan, allí son de traca y las hacen todos); sinceramente no lo sé, y si lo hizo que pague por su delito. Lo que sí sé es que habiendo un criterio mé­dico por medio, un sistema sanita­rio y unas autoridades, siempre hay alguien que acumula buena parte de la culpa. Le están lloviendo de­mandas a este Laboratorio. Que cada cual saque sus conclusiones.

¿Y la solución? Difícil, muy di­fícil. La lógica dice que lo primero sería moderar la exposición de la población a la analgesia mediante opiáceos, asunto que se antoja tan arduo como necesario -cualquier otra medida estará destinada al fracaso si no se corta la vía princi­pal- y, por otro lado, tratar de ayu­dar, en la medida que se estime, a los que están en pleno proceso de deshabituación. Aunque difícil va a ser pedirle al mismo sistema que ocasionó el problema que dé con la solución. Los opiáceos se han convertido en cultura, entiéndase cultura como costumbre, y las cos­tumbres tardan en arraigar y tardan en desaparecer.

Dudo que en España tengamos un problema de similares propor­ciones, seguramente tendremos la versión reducida porque es público y notorio que aquí ha repuntado el consumo de opiáceos, pero no te­nemos la exposición ni la facilidad para acceder a ellos como en otros países. Para los que piensan que quizás las cosas no sean para tan­to, ahí va un dato: el suministro ile­gal de heroína y derivados de buena calidad en Europa ha estado fun­cionando bastante bien vía internet, hoy en día ese suministro está bajo mínimos, todo se desvía a Estados Unidos, lo que da idea de donde está el verdadero consumo indiscri­minado. El verdadero problema.

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Halley

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