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Consejo farmacéutico Dolor | Tratamiento del dolor: analgésicos opioides

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Índice

Existe una amplia variedad de fármacos susceptibles de ser utilizados para la prevención o el alivio del dolor que actúan a través de mecanismos muy diversos. En este caso nos vamos a centrar en uno de los más habitualmente utilizados en clínica: los analgésicos opioides.

Las neuronas encefalinérgicas forman parte del control de apertura o barrera, que modula la transmisión del dolor. Las encefalinas o endorfinas son péptidos de tamaño variable (desde 5 hasta 31 aminoácidos) pero con importantes puntos en común, que actúan como transmisores inhibitorios, uniéndose a receptores específicos situados en las membranas de las neuronas encefalinérgicas. La estimulación de tales receptores es capaz de anular la liberación de neurotransmisores excitatorios, bloqueando así la transmisión del impulso doloroso. Estos receptores fueron identificados como diana de los analgésicos opioides (morfina, etc.), de ahí que a las encefalinas también se las denomine como opioides internos, endorfinas o morfinas endógenas.

Aunque se han descrito numerosos receptores opioides en el organismo, la farmacología del dolor en este ámbito se reduce básicamente a tres tipos: mu, delta y kappa. El receptor μ (mu) está presente principalmente en neuronas de la médula espinal, el área gris periacueductal, el tálamo y la corteza cerebral. Su activación produce analgesia supraespinal, depresión respiratoria, euforia, sedación, reducción de la motilidad gastrointestinal, miosis y dependencia física. El receptor δ (delta) se localiza fundamentalmente en el bulbo olfatorio, la corteza cerebral, el núcleo accumbens, la amígdala y el núcleo pontino; su activación provoca analgesia supraespinal y –sobre todo– espinal, inhibición de la motilidad gastrointestinal y depresión respiratoria, aunque este aspecto es controvertido. Finalmente, el receptor κ (kappa) es más común en el sistema límbico, el hipotálamo, el área gris periacueductal y la médula espinal; su activación se relaciona con analgesia espinal, sedación, disnea, dependencia, disforia e inhibición de la liberación de la hormona antidiurética (vasopresina, ADH). Obviamente, la ubicación de los receptores a los que se unen con mayor o menor afinidad los diferentes fármacos opioides determina el espectro de acciones farmacológicas de éstos.

El perfil farmacológico y toxicológico de los fármacos opioides está relacionado con su perfil específico de afinidad y de actividad sobre a los diferentes tipos de receptores opioides. Entre las acciones ejercidas por los opioides destaca la analgesia, que se debe a la alteración de la percepción del dolor – bloqueando el impulso doloroso mediado por la sustancia P – a nivel de la sustancia gelatinosa de la médula espinal y de los centros superiores del sistema nervioso central, como el núcleo trigémino espinal, las zonas grises periacueductal y periventricular, el núcleo medular del rafe y el hipotálamo. Además, los opioides alteran la respuesta emocional del paciente frente al dolor.

 

 

La anestesia normalmente es producida con dosis superiores a las requeridas para producir analgesia y, en general, precisa del aporte adicional de otras sustancias para mantenerla (benzodiazepinas, habitualmente). La depresión respiratoria atribuida a los opioides es debida a un efecto directo sobre los centros respiratorios cerebrales, mediante una reducción de la sensibilidad y de la respuesta frente al incremento de la presión parcial de CO2 (pCO2) en la sangre, deprimiendo los centros nerviosos que regulan el ritmo respiratorio. La falta de respuesta ante el incremento de la pCO2 en la sangre hace que ésta siga aumentando hasta provocar un efecto vasodilatador cerebral, con el consiguiente aumento de la presión del líquido cefalorraquídeo. El efecto antitusivo es también independiente del analgésico, y se produce con dosis iguales, o incluso inferiores, a este último. Se debe a una acción depresora directa sobre el centro medular de la tos.

La producción de náuseas está relacionada con una estimulación de la zona gatillo quimiorreceptora de la médula, aunque también puede ser una consecuencia indirecta de la hipotensión ortostática producida por los opioides. Sin embargo, como actúan deprimiendo el centro del vómito, raramente los opioides producen vómitos, muy especialmente después de varias dosis. La miosis, contracción de la pupila del ojo, tiene un origen claramente colinérgico, ya que es antagonizable por atropina. Este mismo efecto parece ser responsable de la reducción de la presión intraocular . Por el contrario, algunos opioides derivados de la petidina pueden producir midriasis (dilatación pupilar), al desarrollar efectos anticolinérgicos.

Los opioides actúan sobre la musculatura lisa de numerosos órganos, como el estómago, el intestino, las vías urinarias o las biliares. Su efecto da lugar a una reducción de la actividad, pero a través de un aumento del tono muscular del músculo liso que llega hasta el espasmo, con el consiguiente bloqueo. Estos espasmos musculares lisos provocan el típico estreñimiento de los opioides, así como espasmos en las vías urinarias y biliares.

Los efectos farmacológicos son consecuencia de su acción sobre los receptores opioides y dependen, básicamente, de 3 factores: afinidad por los receptores (fuerza de la unión fármaco-receptor), actividad intrínseca sobre los receptores (efecto estimulante o agonista) y perfil de receptores (combinación específica de receptores sobre los que actúan). Una elevada afinidad y nula actividad supone, de hecho, un efecto antagonista frente a los ligandos endógenos (opioides) y los fármacos opioides con menor afinidad pero mayor actividad; existe una situación intermedia, que es la de los agonistas parciales, que presentan elevadas afinidades y actividades intrínsecas moderadas.

Los agonistas puros (de tipo morfina): actúan fundamentalmente sobre receptores μ y presentan una potente acción analgésica y euforizante, pero tienen una elevada capacidad para producir adicción. En este grupo se incluyen prácticamente todos los analgésicos opioides utilizados en clínica; junto a la morfina, se incluye a la codeína, la dihidrocodeína, la oxicodona, la petidina, la hidromorfona, el fentanilo, el tapentadol y el tramadol.

 

 

Los antagonistas puros son fármacos con alta afinidad por todos los receptores opioides, pero sin actividad intrínseca, al menos con las dosis convencionales. Son capaces de competir con los agonistas puros y antagonizar sus efectos, por ello son utilizados en casos de sobredosis (naloxona) o en tratamientos de deshabituación de heroína (naltrexona); otros (metilnaltrexona) se utilizan en el tratamiento del estreñimiento inducido por opioides o en el de deshabituación alcohólica (nalmefeno). Durante años estuvieron comercializados algunos otros opioides con diferentes perfiles farmacológicos, como los agonistas parciales (buprenorfina) o los agonistas -antagonistas (pentazocina), pero fueron retirados por presentar un balance eficacia-riesgo desfavorable con relación a los agonistas puros.

Los analgésicos opioides presentan un amplio y nada desdeñable perfil toxicológico. No obstante, posiblemente este perfil haya sido sobrevalorado con respecto al de otros analgésicos pretendidamente más seguros. En este sentido, la depresión respiratoria ha sido objeto de un temor posiblemente excesivo, especialmente cuando se utilizan los opioides en analgesia postoperatoria. Se trata de una reacción prácticamente no detectada con la administración oral, que tiene su origen principal en casos de mala dosificación por otras vías o incluso de abierta sobredosis, si bien los pacientes con historial de dificultades respiratorias (enfisema, enfermedad pulmonar obstructiva crónica –EPOC–, etc.) deberán ser objeto de una vigilancia especial en este sentido.

Asimismo, la dependencia física y la adicción han contribuido a difundir una mala imagen de los analgésicos opioides y provocar su infrautilización. La dependencia física es un problema estrictamente farmacológico consistente en la aparición de un síndrome de abstinencia, con toda su expresión física, cuando se interrumpe la dosificación del opioide crónicamente administrado, se reduce bruscamente la dosis o se administra un antagonista opioide en el curso de la administración crónica de un antagonista puro. Por su parte, la adicción implica la aparición de un cuadro psicológico y conductual en el que el sujeto se esfuerza por conseguir nuevas dosis del opioide que le permita seguir sintiendo sus efectos.

La dependencia física aparece con probabilidad a lo largo de un tratamiento prolongado, pero no tiene por qué constituir un problema grave si se advierte al paciente de que no suspenda ni reduzca la dosis del opioide por su cuenta; cuando se decida suprimir el tratamiento, se rebajará lentamente la dosis. Por su parte, la adicción no se suele desarrollar en el curso de un tratamiento bien controlado; en este sentido, hay varios estudios que coinciden en dar tasas muy bajas de adicción en estas condiciones y aún menos en pacientes oncológicos.

Sin embargo, la reacción adversa que aparece con mayor frecuencia en los tratamientos prolongados es el estreñimiento, hasta el punto de que debe ser considerada y prevenida de forma sistemática. Para ello, es preciso utilizar medicación laxante adecuada a la intensidad del estreñimiento y la reacción del paciente. Las náuseas y los vómitos se relacionan también habitualmente con los analgésicos opioides. Se han citado incidencias desde un 10% hasta un 40% de los pacientes, generalmente en tratamientos agudos o al principio de tratamientos prolongados, ya que se genera tolerancia con relativa facilidad. En los tratamientos crónicos, la sedación y las alteraciones de tipo cognitivo (desorientación, pérdida de memoria, etc.) pueden llegar a ser muy limitantes, aunque hay personas en las que se crea tolerancia relativa con rapidez y, pasadas las primeras dosis, se recuperan.

El papel del farmacéutico ante el dolor

La ubicuidad del dolor hace que sea una de los motivos más habituales de consulta en las más de 154.000 oficinas de farmacia comunitarias existentes en la Unión Europea – y, entre ellas, las 21.850 españolas –, donde se atienden a unos 23 millones de personas diariamente, más de dos millones de ellas en España (PGEU, 2012). Por ello, parece evidente que el papel asistencial primario del farmacéutico es determinante, especialmente teniendo en cuenta que el dolor está presente en el 15-25% de la población y que la falta de efectividad y la incidencia de efectos secundarios sitúan las tasas de incumplimiento en los tratamientos analgésicos entre el 4% y el 48% (Dagó, 2015).

Esta omnipresencia del dolor como síntoma princeps, ha conducido al desarrollo de numerosas campañas y cursos de especialización por parte de los farmacéuticos comunitarios. Los farmacéuticos españoles han sido particularmente activos en este aspecto; como muestra ilustrativa, baste citar el Plan Estratégico para el Desarrollo de la Atención Farmacéutica: Dolor osteomuscular, del Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos, en el que participaron cerca de 4.100 farmacéuticos de toda España. Como objetivos, se plantearon la optimización del proceso de uso de los medicamentos analgésicos en la dispensación, promover la actuación profesional del farmacéutico, de forma sistematizada y protocolizada en la indicación farmacéutica para pacientes con dolor osteomuscular agudo y maximizar el resultado de la farmacoterapia en el paciente geriátrico con dolor crónico no maligno, identificando situaciones de riesgo o problemas relacionados con los medicamentos, especialmente aquellos que puedan incidir en la seguridad y efectividad de los mismos, con el fin de proteger al paciente de un resultado negativo relacionado con la medicación (CGCOF, 2008).

 

 

Un aspecto particularmente relevante en la labor asistencial del farmacéutico comunitario es la labor educativa de los pacientes. En este sentido, una revisión con metaanálisis de los estudios publicados sobre el efecto de las intervenciones educativas realizadas por los farmacéuticos en pacientes con dolor crónico, ha mostrado que son capaces de producir beneficios estadísticamente significativos en varios parámetros: una reducción media de 0,5 puntos (sobre una escala de 10) en la intensidad del dolor, una disminución de más del 50% en la incidencia de efectos adversos y una mejora de un 1 punto (sobre una escala de 10) en la satisfacción con el tratamiento (Bennett, 2011).

Dado que el dolor tiene importantes implicaciones afectivas y culturales, no es fácil valorar la declaración de dolor que puede hacer un paciente. En cualquier caso, es importante no minusvalorar el dolor, ya que un dolor inadecuadamente tratado puede modificar por sí mismo la función cardiaca (aumento de las catecolaminas plasmáticas: taquicardia, hipertensión, infarto de miocardio), la función respiratoria (hipoventilación, hipoxemia, atelectasias, infección), la digestiva (íleo, aumento de secreciones), la genitourinaria (retención urinaria, aumento de la liberación de la hormona antidiurética -ADH-), la musculoesquelética (atrofia muscular), la circulatoria (tromboembolismo), la respuesta inmune, la función cognitiva en pacientes geriátricos, etc.

Los criterios de valoración de los dolores osteomusculares o articulares agudos se centran básicamente en la duración del dolor, su posible origen, su intensidad y los síntomas asociados. La persistencia del dolor es un claro indicativo del tipo de lesión que lo origina y, en la mayoría de las ocasiones, de la gravedad del proceso. Asimismo, si el dolor es permanente, incluso en reposo, o si sólo aparecen tras realizar determinados movimientos, es un indicativo a tener en cuenta. En general, deberá remitirse al médico a cualquier paciente que presente dolores persistentes durante más de un día, que no hayan remitido de forma sustancial tras la administración de un analgésico convencional (ácido acetilsalicílico, paracetamol o ibuprofeno, por ejemplo).

En cuanto al origen del dolor, se debe valorar si está delimitado a una zona orgánica o a una determinada extremidad, y si de forma evidente existe una causa que justifique tal dolor. Cualquier cuadro doloroso que no esté relacionado directamente con la realización de movimientos bruscos, esfuerzos musculares, o contusiones provocadas por pequeños accidentes deportivos, domésticos o callejeros, deberá ser evaluado directamente por un médico.
Aunque el dolor es, por definición, un síntoma subjetivo cuya intensidad está fuertemente marcada por la propia personalidad del paciente, existe un conjunto de signos algo más objetivos que puede ayudar a valorar externamente la intensidad del cuadro. Quizá el aspecto más determinante consiste en determinar en qué medida es incapacitante para el paciente, lo que se percibe a través de las actividades cotidianas que éste deja de hacer como consecuencia del dolor. Es obvio que un grado importante de discapacidad funcional implica la necesidad de un diagnóstico médico en profundidad.

De igual manera, debe valorarse la proporción existente entre la causa aparente del dolor (golpes, etc.) y la intensidad percibida del mismo. Normalmente, cuando existe una gran desproporción entre el origen y la sensación dolorosa (dolor muy intenso o que irradia a varios órganos o zonas corporales, frente a pequeñas contusiones o movimientos poco pronunciados), es que existe alguna patología de base que acrecienta de forma anómala tal sensación dolorosa. Ello requiere, inexcusablemente, un adecuado diagnóstico médico.

Otro aspecto muy importante a valorar por el farmacéutico es la presencia de otros signos y síntomas aparentemente asociados al cuadro doloroso. Entre ellos, la presencia de inflamación es quizá el más común, puesto que la mayoría de los dolores agudos de origen osteomuscular o articular, están asociados a reacciones inflamatorias más o menos intensas; también el grado de inmovilidad articular, cuando la zona afectada en una articulación aislada, constituye un elemento a considerar. Por estos motivos, la presencia de cuadros inflamatorios amplios o que produzcan algún tipo de inmovilidad articular marcada deberán ser evaluados por un médico. Se requiere un diagnóstico médico preciso en el caso de que exista un cuadro hemorrágico abierto o un hematoma extenso, que harían sospechar la existencia de complicaciones vasculares eventualmente importantes.

La existencia de alguna patología crónica en el paciente afectado por un dolor osteomuscular agudo puede confundir la adecuada valoración de este último por el farmacéutico. En este sentido, la existencia previa de enfermedades osteomusculares degenerativas o reumáticas (artritis, artrosis, osteoporosis, etc.) debe ser valorado y excluirse por completo como origen del cuadro doloroso agudo. Si el origen no es claro, la recomendación evidente es la remisión al médico. Igualmente, si el cuadro doloroso se relaciona con una lesión deportiva en un paciente que ya ha experimentado esa misma lesión con anterioridad, se hace recomendable la visita al traumatólogo, para una revisión en profundidad.

En general, la recomendación de tratamiento, salvadas las comentadas excepciones, mediante el empleo de medicamentos no sujetos a prescripción médica, suele decantarse hacia el empleo en primera instancia de AINE por vía oral, para reducir el dolor agudo. Para amortiguar el dolor residual y, eventualmente, la inflamación, puede echarse mano de los preparados tópicos. Generalmente, se prefiere a los AINE tópicos para aquellos procesos donde el dolor esté claramente asociado a un cuadro inflamatorio relacionado con contusiones, bursitis, etc. Esta opción puede ser especialmente interesante como primer tratamiento, cuando la administración sistémica de AINE esté contraindicada por la presencia de alguna patología (úlcera gastroduodenal, asma, etc.) o por el riesgo de interacciones con otros tratamientos actualmente en curso. Por su parte, los medicamentos contrairritantes están indicados en los dolores que no estén asociados a cuadros inflamatorios evidentes. Por este motivo, se recomienda su uso preferentemente en contracturas musculares, mialgias y lumbalgias.

 

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Halley

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